miércoles, 13 de abril de 2011

Arte Barroco Rococó en Ecuador

El Barroco, el estilo de la
Contrarreforma, fue la respuesta teológica a los movimientos heterodoxos
que ponían en tela de juicio no solo los dogmas de los que la Iglesia era
celosa guardiana, sino la autoridad del Papa considerado sucesor de San
Pedro, al que Cristo confió la edificación de su Iglesia.

Por lo mismo, el Barroco debía tener consistencia y perdurabilidad a toda

prueba. La Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola como
militancia activa contra las herejías que amenazaban a la unidad del
mundo cristiano, debía armarse tanto de la reciedumbre ideológica y
espiritual necesarias para defender a la iglesia en las grandes
controversias intelectuales, como de los medios estéticos que nutrieron
eficazmente las artes, vehículo fundamental de la Evangelización. Es así
que la arquitectura se nutrirá de un arquetipo difundido por las misiones
jesuitas en el mundo entero. El nutriente teológico permanecerá intacto;
sin embargo, tendrá una adaptabilidad antropológica puesto que deberá
lograr que la Iglesia católica, es decir universal, guarde su perfecta
unidad en la infinita diversidad de los hombres a los que lleve el
mensaje de Cristo.

Quito fue territorio fértil para el florecimiento del Barroco. Se puede

afirmar que la cosmovisión indígena y sus expresiones plásticas previas a
la llegada de los españoles, constituyeron un proto-Barroco. Hay un
nutriente mítico-religioso que informa las manifestaciones de los pueblos
americanos, tanto las de la vida ceremonial como cotidiana.

La exposición "El Apostolado en la Epoca del Esplendor Barroco" abierta

en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica, es una
extraordinaria muestra del arte quiteño y de su proyección universal.
Quito se caracterizó a partir del siglo XVII, por una manera de ser
propia, por una cosmovisión nutrida por altos valores culturales. Una
espiritualidad profunda había echado raíces desde la fundación de la
ciudad. La Colonia no solo implicaba la explotación de los recursos de
estas ubérrimas tierras en beneficio propio y de La Corona, sino que al
consolidarse la nueva sociedad, con sus luces y sus sombras, generó
también sus utopías. La presencia de los religiosos desde que se echaron
los cimientos de la nueva ciudad, cuajó el urbanismo sembrando su espacio
de monumentos que competían por su magnificencia y belleza. En su
interior no solo se albergaban legiones de religiosos en busca de su
perfeccionamiento espiritual sino que, cada monasterio era un bullente
taller en el que arquitectos y pintores, imagineros y escultores,
plateros, espejeros y doradores, trabajaban "a Mayor Gloria de Dios".
Este fue el lema de los jesuitas que llegaron a Quito a finales del siglo
XVI y se establecieron en el centro mismo de la urbe que ya apuntaba las
altas torres de sus monasterios al luminoso cielo ecuatorial. El Quito de
comienzos del siglo XVII pretendía tener tres universidades. Dominicanos,
agustinos y jesuitas creían necesario construir un Mundo Nuevo en el
Nuevo Mundo, realizar esa utopía enraizada en la teología cristiana desde
San Agustín.




Iglesia de la Compañia, Quito



Iglesia de San Francisco, Quito


Virgen Alada, Bernardo de Legarda






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